Y como casi-guinda a esta nano-serie de entradas…… EL museo. Sabemos que el trabajo no lo es todo, el dinero tampoco lo es todo. Puede haber gente que apueste por vivir sin dinero y puede haber lugares en este hermoso planeta en los que se pueda vivir con muy poco dinero, pero Berlin no cuenta entre ellos. No sé qué lugar ocupa en el ranking de las grandes metrópolis. Seguramente no es la más cara, pero barata tampoco es. Y por lo que me cuenta la gente, al menos la gente con la que tenemos trato, los compañeros de trabajo de Juanjo, sus amigos y conocidos, hay dos cosas que se están complicando a marchas forzadas y que hacen que para determinado colectivo Berlin resulte cada vez más complicado: el trabajo y la vivienda.
Así que agradecemos el hecho de tener las dos cosas, poder mantener este delicado equilibrio que hace que la vida en Berlin sea posible para dos exiliados con ganas de intentar disfrutar lo que les toca vivir en la medida de sus posibilidades.
Y bueno, dentro de lo que cabe, que son muchas las cosas que caben en este mundo y en estos tiempos revueltos, los tres puntos neurálgicos en la vida de Juanjo y Uli, su pequeño piso en Fichtestrasse, el cole de barrio de uno y el trabajo de otro en el Museo Judío de Berlin, son suficientemente amigables como para poder sobrellevarlo con optimismo y pensar que no hay mal que cien años dure.
Dicho lo cual, y teniendo en cuenta que el colegio de Uli estaba cerrado por vacaciones, y el pisito de los dos chicos no tiene nada de particular salvo un calentador de agua Siemens chiquitín con una potencia calorífica tremenda capaz de proporcionar agua caliente desde el primer instante de la ducha hasta su final, un ventanal grande y un balcón pequeño casi en la copa de un viejo roble, centraré esta entrada en el lugar de trabajo de Juanjo, porque lo merece por varias razones.
La más importante: su gente. Dicho con un cariño muy especial, es una „fauna peculiar“ la gente que trabaja en el Museo Judío. No me refiero a la de dirección, administración, etc. Que no la conozco. Sino la con la que se encuentra cualquier visitante del museo, en la entrada, en la taquilla, en el guardarropa, en el mostrador de las audioguías, en las escaleras, las salas…. en cualquier lugar del museo donde puede necesitarse un poco de ayuda y orientación o un poco de control y supervisión. Ahí están las chicas y los chicos de negro con chal y pinganillo. Y la peculiaridad de este grupito de gente, más allá del aspecto mucho más desenfadado de lo que suele ser habitual en los museos en general, se caracteriza por lo variopinto de sus integrantes en cuanto a su edad y su procedencia. No sé si responde a una política concreta en materia de personal del museo o si su origen reside más en las condiciones laborales. Sea como sea, entre los que me presentó Juanjo el día de la visita y los que conozco por sus comentarios, hay representantes de muchos países diferentes, muchos contextos culturales diferentes, manejando muchos idiomas maternos diferentes y puede que profesando diferentes religiones o ninguna. Y me gusta esta mezcolanza, me resulta simpática, me resulta acogedora y si es intencionada como política empresarial, hasta que me resulta acertada.
Si además en este grupo de gente variopinta te encuentras con amigos que te echan una mano cuando lo necesitas, que comparten contigo la sensación de ya no ser de allá y aún no ser de acá, y si no la comparten al menos la entienden….. es algo que se agradece enormemente.
Luego, después del entramado humano está el espacio arquitectónico. Debe haber cientos de fotos del edificio, de sus fachadas y de sus interiores y páginas y más páginas escritas sobre él y sobre el arquitecto que lo diseñó, el polaco Daniel Libeskind.
Así que voy a intentar no aburriros mucho y ser breve. Solo deciros que la arquitectura me ha encantado. Muchas veces, percibir la lucha de protagonismo entre continente y contenido, me hace reflexionar sobre la concepción de los espacios museísticos como contenedores de almacenamiento o productores de sensaciones, o sobre dónde están las lineas rojas, los umbrales, los límites, o sobre dónde reside el equilibrio. Normalmente llego a la conclusión, como artista, que prefiero edificios humildes que ceden protagonismo a las obras que albergan. En este caso quizá sea diferente, teniendo en cuenta que el edificio estuvo un buen tiempo abierto al público sin ningún contenido, solo como una reflexión arquitectónica sobre hechos históricos, es decir que ya llevaba un claro mensaje, un concepto definido en sus genes constructivos. De ahí que las sensaciones que provoca sobre todo la visita de la planta baja, del sótano (ya de por si el hecho de empezar una visita bajando a los sótanos de un edificio, que en este caso en concreto me parece más que acertado), la colocación de los ejes, la ausencia de rectitud, la irritación que provocan los puntos de fuga reforzados a través de las inclinaciones de techos, suelos y paredes de los pasillos que representan los tres ejes básicos del concepto interior, la disposición de los espacios verticales, como la Torre del Holocausto, es realmente impactante y me parece sumamente lograda. No se necesita leer nada, en el fondo ni se necesita ver nada, solo hace falta sentir el espacio para entender qué es lo que se quiere contar.
Os dejo unas pocas fotos que hice. En Internet encontraréis mogollón, mejores, más nítidos, mejor iluminados, pero bueno, estas son las que he podido hacer, que sirvan de piscolabis, para abriros el apetito a más, en vivo y en directo…….
arriba: el plano de la planta sótano con la disposición de los tres ejes; abajo: impresiones desde el interior de la Torre del Holocausto
abajo: vistas desde la instalación Shalechet
Instalación Shalechet – Hojas caídas. 10.000 rostros, troquelados en acero, están distribuidos sobre el suelo del „Vacío de la Memoria“, el único espacio vacío en el edificio de Libeskind en el que se puede entrar. El artista israelí Menashe Kadishman dedica su obra no solo a los judíos asesinados durante la Shoa, sino también a todas las víctimas de la violencia y la guerra. Los visitantes están invitados a pasear sobre las planchas con los rostros y a escuchar los sonidos que producen las hojas de metal al pisarse y restregarse unas con otras.
Mientras que el hueco de la escalera que lleva a los visitantes hasta la planta de arriba donde empieza el recorrido por la exposición permanente, todavía es un juego generoso y amplio de lineas, luces y vacíos, las dos plantas que albergan la exposición me parecen sorprendentemente angostas y a veces hasta que incómodas. Tal como abajo sentía una armonía impactante entre el edificio y su narración, en las dos plantas de arriba sentía más una colisión permanente entre continente y contenido. Tengo que reconocer que me hubiera gustado verlas vacías, y si no del todo vacías, al menos más limpias, más espaciosas. PERO, eso no va a ser posible.
De todas formas, y para que nadie lo entienda mal, a pesar de estas reflexiones que nacen de una percepción puramente personal, y viendo que incluso en la exposición permanente se recupera en determinados momentos esta armonía tan conseguida en el sótano, una visita del museo judío me parece casi „de rigor“, no solamente para gente como yo, que tenemos una razón „de más“ para ello….
….. máxime cuando coincide con una exposición temporal como la de „Gehorsam“ de Saskia Boddeke & Peter Greenaway, pero esa creo que se merece una entrada aparte.
Para finalizar, el deseo que he colgado en el granado del museo:
„Que el ARTE y la CULTURA nos ayuden a convivir en paz y a enriquecernos mutuamente desde nuestra diversidad.“